Carne en la nevera y campos vacíos

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Por Gustavo Duch ⁄ILUSTRACIÓN: Emma GASCÓ

Los seres humanos somos omnívoros y hoy podemos construir nuestra dieta basándonos en diversos criterios. Uno de los más importantes es la cultura en la que vivamos y los hábitos alimentarios que tenga asociados, normalmente muy relacionados con la disponibilidad de productos; es decir, con las condiciones físicas del lugar, aunque con el libre comercio y el desarrollo del transporte, este aspecto pierde importancia, especialmente en países enriquecidos.

Otro criterio es la salud y los distintos enfoques que queramos darle, más convencionales o más alternativos y adaptados o no a las condiciones de cada cuerpo. Los criterios éticos son fundamentales para muchas personas vegetarianas o veganas. Y así, encontramos cientos de posibilidades para decidir qué comer. Sin embargo, el condicionante económico define finalmente el consumo generalizado.

El sistema capitalista, con su dogma de acumulación de beneficio, considera los alimentos como una mercancía más, destinada a enriquecer a los poderes económicos. Las tecnologías derivadas del petróleo se ponen al servicio de la intensificación de la producción agraria y ganadera y la investigación se olvida de medir impactos sociales o ambientales, solo se busca mejorar rendimientos. Se pone en marcha todo un engranaje para abaratar la producción que va arrasando con los sistemas tradicionales de manejo. Una de las imágenes más representativas de este engranaje son las enormes granjas de producción intensiva, que han hecho que aumente la cantidad de carne en el mercado, mientras la cifra de ganaderas y ganaderos no deja de bajar. El resultado es mucha carne disponible a precios bajos, lo que ha permitido que su consumo pueda dispararse para seguir impulsando la maquinaria.

Solo retrocediendo una o dos generaciones, nos encontramos con sociedades que, bien alimentadas, consumían carne una o dos veces por semana, o como complemento o condimento del menú habitual, no como plato principal. El reflejo de estos hábitos era un medio rural vivo, con un sector agrícola y ganadero que representaba el 25 % de la población activa, una amplia diversidad de trabajos que mantenían a cientos de familias, que pudieron pagar los estudios universitarios de quienes hoy nos cuentan sus esfuerzos por mantener las granjas, a pesar de haberse endeudado, a pesar de haber ampliado la cabaña y la gama de productos que ofrecían sus predecesores.

Carne en todas las neveras, en todas las mesas; y campos vacíos. Esta es la realidad. En este número centramos la sección «Amasando la Realidad» en cómo los recientes cambios de tendencia en el consumo de carne han modificado radicalmente el paisaje y las sociedades rurales; desvelamos los engranajes de la ganadería industrial y presentamos a quienes más se benefician de ella. Y como contrapunto fundamental, transmitimos las voces y el día a día de quienes resisten manteniendo modelos de producción tradicionales respetuosos con los animales y con el entorno, en prácticas de ganadería extensiva que se explican con detalle.

Para completar el número, nos hemos querido fijar en distintas formas de diversidad y en cómo se viven desde el medio rural: por un lado, la diversidad funcional y, por otro, la diversidad sexual. Dos textos que, sin pretenderlo, hablan desde la realidad de los pueblos y aldeas gallegos. También desde Galicia analizamos los proyectos de parques eólicos y la manera en la que su expansión ha afectado al medio rural. Y Cesca, joven agricultora, nos cuenta desde su proyecto de resistencia agroecológico en el interior de Castellón, su proceso de empoderamiento para no quedarse donde lo hizo su madre.

El consumo de carne debe dar un giro de 180º urgentemente. Esperamos que estos textos aporten argumentos al debate de la carne para reducir drásticamente su consumo y cambiar su procedencia. Para avanzar en esta dirección, proponemos incorporar obligatoriamente los criterios políticos a la hora de construir nuestra dieta. Por un mundo rural vivo, por la soberanía alimentaria.

El sistema capitalista, con su dogma de acumulación de beneficio, considera los alimentos como una mercancía más, destinada a enriquecer a los poderes económicos.

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