Trump y las estatuas de la discordia

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Por Salvador Capote ⁄ FOTO: SOStenible

ALAI AMLATINA.- Entre los muchos que han tomado distancia del presidente Donald Trump debido a sus comentarios acerca de los sucesos en Charlottesville, se encuentran los miembros del Comité Presidencial de Artes y Humanidades. En una carta abierta de renuncia al presidente, los dieciséis prominentes artistas e intelectuales denuncian sus expresiones racistas y le instan a que, si no es capaz de entender los valores americanos, renuncie también a su cargo. Utilizando el “twitter”, como es habitual en él, Donald Trump había condenado ambos bandos del conflicto, situando en un mismo plano moral a supremacistas y anti-fascistas. David Duke, importante figura del Ku Klux Klan, felicitó de inmediato al presidente: “Gracias presidente Trump por su honestidad y coraje al decir la verdad”.

En realidad, los sucesos de Charlottesville no son otra cosa que las más recientes manifestaciones agudas externas de una patología social crónica, el racismo, al cual miles de monumentos que glorifican la Confederación, dispersos por toda la geografía estadounidense, contribuyen a perpetuar.

Con muy pocas excepciones, estos monumentos carecen de valor artístico alguno; en gran parte fueron fabricados en masa con fines políticos e impuestos como un medio para reafirmar la supremacía blanca y atemorizar a la población afroamericana con posterioridad a la Guerra Civil. Su edificación corresponde a la ideología llamada “Causa Perdida” (“Lost Cause”) que muy poderosas organizaciones como “United Daughters of the Confederacy” (UDC) y “United Confederate Veterans” (UCV) difundieron por todo el territorio norteamericano. Entre sus postulados fundamentales resaltan los siguientes: 1) Los confederados derrocharon heroísmo en su esfuerzo de guerra y la derrota se debió exclusivamente a la carencia de recursos militares. 2) Durante los 250 años de esclavitud en el Sur, los blancos habían tratado a los esclavos “gentilmente”, “como en familia” y los negros eran “felices y leales a sus dueños”. 3) La idílica vida patriarcal en el Sur esclavista era el ideal de vida estadounidense.

Muchos de estos monumentos fueron erigidos en las épocas en que regían los Códigos Negros en el Sur y las leyes de Jim Crow en todo el país. En 1895, en Fort Mill, Carolina del Sur, se erigió un monumento a la supuesta fe y lealtad de los esclavos del Sur durante la guerra. Entre 1905 y 1925, la UDC organizó una campaña para erigir memoriales en todos los estados a la “mammy” o sea, a la mujer negra que tan lealmente había cuidado a los hijos de los amos. Por otra parte, sólo en dos conjuntos escultóricos, el “Shaw Memorial” de Boston (1897) y en otro posterior ubicado en Washington, se refleja la participación armada de los negros en la Guerra Civil, a pesar de que aportaron más de 180,000 voluntarios a las filas de la Unión, 37,000 de los cuales ofrendaron sus vidas.

Las estatuas de la Confederación son símbolos de la violencia racial y de la pretendida supremacía blanca, concebidos con el fin de perpetuar para el futuro y para siempre, en bronce y mármol, la noción de una raza superior destinada a ejercer el dominio sobre las razas inferiores por mandato de la divina providencia. La contrapartida de esta actuación hegemónica fue la destrucción sistemática de todo lo que tenía valor histórico o cultural para la población india o afroamericana. Las casas, por ejemplo, donde vivieron grandes líderes negros, como Frederick Douglass, simplemente desaparecieron. Se pretende además presentar, mediante estos monumentos, una historia del Sur que ignora por completo a más de cuatro millones de esclavos negros que formaron parte también de su historia.

La ideología de la Causa Perdida, cuya expresión material son las banderas de la Confederación y los monumentos que ya es hora de sustraer de los espacios públicos, legitimaron durante 75 años la humillación, la vejación, el maltrato, los azotes, las violaciones, el terrorismo doméstico contra la población negra, incluyendo la horrorosa cifra de 5,000 linchamientos.

Estos monumentos, que actualmente son utilizados por los supremacistas blancos para la expresión de sus odios raciales, tenían que haber sido retirados hace ya mucho tiempo. Algunos se preocupan de que con ello pudiera perderse una parte de la historia, aunque sea la historia de un pasado racista; pero hay que tener en cuenta que todo lo que se coloca sobre un pedestal es para rendirle honor o para que sirva de paradigma de virtudes cívicas a las presentes y próximas generaciones, funciones que no cumple ninguno de estos monumentos. Decididamente, los héroes de la Confederación no son nuestros héroes. Los monumentos deben unir, no dividir. Deben mostrar la identidad que desearíamos tener y no la que nos avergonzaría haber tenido.

Los pocos que tienen valor histórico podrían ser trasladados a museos de la Guerra Civil no para su homenaje sino para su contextualización y uso didáctico. Algunos, execrables, como los erigidos en 1894 en la 5a. Avenida de New York, y en Carolina del Sur en 1929 a la memoria de un monstruo, el Dr. J. Marion Sims, quien compraba esclavas negras para experimentar (¡sin anestesia!) nuevas técnicas de cirugía obstétrica y ginecológica, han sido durante muchas décadas, un permanente insulto a todos los seres humanos y, de manera muy especial, a la mujer negra norteamericana. Algo semejante pudiera decirse de los que fueron erigidos en los años de la década de 1960 como contrapartida racista del movimiento por los Derechos Civiles liderado por Martin Luther King Jr.

Otros, como la estatua, financiada por la UDC, llamada “Silent Sam”, del escultor canadiense John Willson, de un soldado de la Confederación apuntando con su arma hacia el norte, ha sido desde su ubicación en 1913 en el campus de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, una verdadera manzana de la discordia para el enfrentamiento entre supremacistas blancos y afronorteamericanos. El monumento ha sido vandalizado en diferentes ocasiones. Es, en realidad, un monumento al Sur del período post-Reconstrucción, cuando los blancos racistas consolidaron su poder mediante el establecimiento de las leyes de Jim Crow.

Los comentarios de Trump equiparando a víctimas y victimarios, bien pudieran marcar el principio del fin para su presidencia. No existe manera de controlar los daños cuando se lastima moralmente a un pueblo donde el racismo ha dejado hondas heridas todavía muy abiertas, pues la supremacía blanca se manifiesta sin lugar a dudas en el empleo, la vivienda, la asistencia médica, las escuelas y, sobre todo, en el sistema carcelario, con la mayor población penal del mundo, integrada en abrumadora mayoría por afroamericanos. Lo que importa en definitiva no son las estatuas sino poner fin al racismo estructural inherente al sistema.

Salvador Capote es Doctor en Medicina y Especialista en Bioquímica. Actualmente vive en Estados Unidos, donde colabora con medios alternativos de prensa.

URL de este artículo: https://www.alainet.org/es/articulo/187633

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