Alertas encendidas e inconsciencia campante

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Planeteando

Por Francisco Vázquez Salazar ⁄ FOTO: SOStenible

Una de las características más marcadas de las culturas prehispánicas se refiere al respeto que mostraban a la naturaleza, lo que se convertía en un esmerado cuidado de los recursos naturales–, ritual de por medio, asociado a la supervivencia de la especie humana.

Es motivo de orgullo que hoy, a cientos de años de distancia, las comunidades indígenas mantengan este vínculo con su entorno y nos enseñen de eso, labor incansable e inacabable por todo lo que significa el avance del “hombre moderno”.

Toca al ser humano contemporáneo abrevar de estas culturas, profundizar en ellas, entender y ser parte en la medida de lo posible de su cosmovisión, para asegurar que los conocimientos sagrados en torno a nuestro planeta perduren y tengan efectos ya, hoy, inmediatos.

Por eso es notable conocer de investigaciones académicas y periodísticas que ponen el dedo en la llaga y nos traen hasta la comodidad de nuestras computadoras la complejidad de un mundo brillante e intenso, como el del mundo indígena.

Hace unos días la reportera Yazmín Rodríguez publicó en un diario nacional una pieza en la que da cuenta de las tareas del sacerdote maya Tiburcio Can May con relación a la toma de conciencia de las nuevas generaciones para cuidar la madre tierra.

El sacerdote, ubicado en el municipio yucateco de Tahmek (por cierto, significa “abrazo fuerte”), alerta desde ahora de los efectos negativos derivados de la contaminación ambiental, al tiempo que muestra las bondades para su pueblo por manifestar respeto y cuidado a la naturaleza.

Llama la atención la forma como visualiza, desde su profunda conexión con la tierra, a el agua en tanto recurso natural; le da el canon de vaso de agua –sin duda una imagen que nos resulta muy cercana– para advertir de la catástrofe que sería su carencia.

En otra parte, relata con certeza cómo se adquieren hábitos asociados a una educación ambiental, para lo cual se combinan dos factores: el legado familiar –en este caso los abuelos—que se va apreciando desde que se es pequeño, y el apego a una tradición de amor y respeto a los demás seres de la creación.

La enseñanza del sacerdote maya, expuesta gracias al interés de la reportera, se convierte en alerta a tiempo y en advertencias específicas, que avergüenzan, para dejar de contaminar nuestro amado planeta.

En el caso de los hombres y mujeres del campo, donde evidentemente las raíces indígenas son notables, nos llevan una ventaja inconmensurable en este tema. Al uso intensivo de plaguicidas, por ejemplo, oponen prácticas agrícolas que recogen estatutos no sólo de protección y cuidado ambiental, sino de manifestación de pertenencia (aunque ojo, aquí debemos discrepar del método del “roza, tumba y quema” por los riesgos de incendios forestales y la pérdida de nutrientes del suelo). Esto es, ligan la actividad del ser humano a un modo de vida y espacio común que otorga una alta estima a la acción de las personas a favor de su entorno.

Y lo notable de esto es el gozo para el alma. Como cuando los renacentistas postulaban que una forma de felicidad era comer bien (en el caso contemporáneo, sano), sentarse a reflexionar bajo un árbol y escuchar música. Sirva esta rememoración para encontrar coincidencias entre mundo indígena y la modernidad del pensamiento que nos viene desde hace cientos de años. Lo podemos sintetizar en el bienestar al que aspiramos los seres humanos, de lo que las lecciones desde las culturas originarias son inabarcables.


fvs10@hotmail.com

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